Vice. Adam McKay (2018)


Sedentarismo, tabaquismo, obesidad o sobrepeso, alta ingesta en carbohidratos, la edad y el sexo son solo algunos de los factores que conforman el riesgo cardiovascular. En términos simples, si tienes o sobrepasas algunos de los valores mencionados y establecidos, la probabilidad de que ocurra un ataque cardiaco (infarto agudo al miocardio) o accidente cerebrovascular es mucho mayor que en personas ‘sanas’. Dolor opresivo en el lado izquierdo del pecho que se puede irradiar a mandíbula y brazo, náuseas, vómito, excesiva sudoración o, inclusive se menciona, ‘sensación inminente de muerte’ aunado a las características que se mencionaron en el primer párrafo son solo algunas señales un ataque cardiaco. En el peor de los escenarios, la muerte es inevitable. En el mejor de los casos, quedan rezagos en el corazón que, tras terapia y rehabilitación, pueden mejorar, pero el riesgo es perenne y además aumenta. Es decir, se puede desarrollar el mismo escenario hasta cinco veces o más. Se van sumando complicaciones en la conducción (en forma de arritmias) y en la función. La bomba vital se desmorona poco a poco. Afortunadamente, aun existen en estos casos medidas para tratar de mejorar la calidad de vida; una de ellas es el trasplante cardiaco que, con indicaciones absolutas y en personas con pronóstico bastante desfavorable, puede ser una opción. Dick Cheney, vicepresidente de los Estados Unidos de América del 2001 al 2009, tras sufrir cinco ataques cardiacos en tratamiento con diversas terapias endovasculares se sometió a la edad de 71 años a un trasplante cardiaco.

Vice (2018), dirigida por Adam McKay (conocido por algunas comedias y el similar drama oscarífico del 2015 The Big Short), narra la vida y el ascenso en el poder de los Estados Unidos de Dick Cheney (el camaleónico Christian Bale). Conocido, sobre todo, por ser el vicepresidente durante el mandato de George W. Bush (Sam Rockwell), también aborda su paso como congresista, secretario de defensa y en el sector privado petrolero. La obra expone sus más oscuras participaciones dentro del gobierno, desde pequeños aprovechamientos tras el Watergate y la guerra de Vietnam hasta ser considerado como el auspiciador de la guerra de Irak, de técnicas de tortura y ser el titiritero detrás de las decisiones más importantes de un país. Christian Bale, en otra transformación, de manera impecable logra reflejar la pasividad hermetizada de un hombre que racionaliza cada paso que da y de los que están a su alrededor. De la misma manera, Sam Rockwell dota de sarcasmo, ironía e inexperiencia (¿innecesaria o real?) la representación de George W. Bush (ese hilarante dialogo casi inverosímil en una jardín comiendo pollo frito, temiendo que de esa manera sean tomadas las decisiones más importantes de una nación); así como Amy Adams encarna a Lynne Cheney, eterna acompañante del vicepresidente más poderoso en la historia de América (ya denle su merecidísimo reconocimiento a Amy Adams que, desde la primera aparición en este largometraje, se consagra como la verdadera impulsora y figura de inspiración).
Desgraciadamente, lo demás se hunde en los intentos inconexos por asumir la realidad presentada como una crítica o como un elogio o como un drama o como un documental o como una sátira (con explicaciones forzadas o trucos de producción ya conocidos). Tal vez ese sea el objetivo de McKay con el guion a manera de realizar una vasta complejidad narrativa y que el espectador sea el juez y el verdugo, deslindándose de toda responsabilidad ejecutiva. Cada agujero en la narración es un infarto que termina desgastando el corazón de la película. Afortunadamente, el montaje, la visión metanarrativa y las actuaciones son el trasplante necesario para encandilarlo a la temporada de premios.

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